En 1815, la isla indonesia de Sumbawa lucía frondosa y verde
gracias a las recientes lluvias. Las familias se preparaban para la
llegada de la estación seca, tal como lo habían hecho cada año por
generaciones, cultivando arrozales a la sombra de un volcán llamado
Tambora.
El 5 de abril, tras décadas de inactividad, la montaña
despertó rugiendo y arrojando cenizas y fuego. A cientos de kilómetros
de distancia, las personas escuchaban lo que parecían disparos de cañón.
Se produjeron pequeñas erupciones durante varios días. Entonces, la
noche del 10 de abril, la montaña entera estalló. Tres columnas
ardientes salieron disparadas hacia el cielo y se fusionaron en una
enorme explosión. Fuego líquido descendió por la ladera de la montaña y
rodeó la aldea que se encontraba al pie del monte. Los torbellinos
asolaron la región, arrancando árboles y arrasando las casas1.
El caos continuó toda aquella noche y al día siguiente,
hasta el anochecer. Las cenizas cubrían kilómetros de tierra y mar, y en
algunos lugares se acumulaban hasta alcanzar más de medio metro de
altura. El mediodía parecía la medianoche. El mar embravecido se
precipitó sobre la costa, arruinando las cosechas e inundando las
aldeas. Durante semanas, Tambora hizo llover cenizas, rocas y fuego2.
En los meses subsiguientes, los efectos de la erupción se
propagaron por todo el planeta. Por todo el mundo, las personas se
asombraban de las espectaculares puestas de sol, pero aquellos colores
resplandecientes ocultaban los efectos mortales de la ceniza volcánica
que circunvolaba la Tierra. Al año siguiente, el clima se tornó
impredecible y devastador3.
La erupción hizo que las temperaturas descendieran en la
India, y el cólera mató a miles de personas, destrozando familias. En
los fértiles valles de China, unas tormentas de nieve reemplazaron al
habitual clima apacible del verano, y las lluvias torrenciales
destruyeron los cultivos. En Europa, el abastecimiento de alimentos
disminuyó, lo que produjo hambre y pánico4.
En todas partes, la gente buscaba una explicación para el
sufrimiento y las muertes que el insólito clima había causado. Las
plegarias y los cánticos de hombres santos resonaban en los templos
hindúes de la India. Los poetas chinos intentaban darle sentido al dolor
y a las pérdidas. En Francia y Gran Bretaña, sus habitantes caían de
rodillas temiendo que les hubiesen sobrevenido las terribles calamidades
predichas en la Biblia. En Norteamérica, los ministros religiosos
predicaban que Dios estaba castigando a los cristianos desobedientes, y
elevaban advertencias para avivar los sentimientos religiosos.
En esas regiones, la gente acudía en masa a las iglesias y
a las reuniones de resurgimiento religioso, ansiosa por saber cómo
podían salvarse de la destrucción inminente5.
La erupción del Tambora afectó el clima de Norteamérica
todo el año siguiente. La primavera terminó con nevadas y heladas
fatales, y 1816 pasó a la historia como el año en que no hubo verano6.
En Vermont, en el extremo noreste de los Estados Unidos, los cerros
pedregosos habían frustrado durante años a un granjero llamado Joseph
Smith, padre. Pero esa temporada, cuando él y su esposa, Lucy Mack
Smith, vieron que sus cultivos se congelaban bajo las interminables
heladas, supieron que afrontarían la ruina económica y un futuro
incierto si permanecían donde estaban.
A sus 45 años, Joseph, padre, ya no era un joven, y
la idea de volver a empezar en nuevas tierras le desalentaba. Él sabía
que sus hijos mayores, Alvin, de 18 años, y Hyrum, de 16 años, podrían
ayudarlo a limpiar el terreno, construir una casa y plantar y cosechar
cultivos. Sophronia, su hija de 13 años, tenía edad suficiente para
ayudar a Lucy con las tareas de la casa y la granja. Sus hijos menores,
Samuel, de 8 años, y William, de 5 años, ayudaban cada vez más, y
Katharine, de 3 años, y el recién nacido Don Carlos algún día tendrían
la edad suficiente para contribuir.
En cuanto a José, su hijo de 10 años, la situación era
diferente. Cuatro años antes, José se había sometido a una operación
para sanar de una infección que tenía en la pierna, y desde entonces
caminaba con una muleta. Aunque comenzaba a sentir que su pierna
recuperaba la fuerza, José cojeaba con dolor, y Joseph, padre, no sabía
si llegaría a ser tan fuerte como Alvin y Hyrum7.
Confiando en que podrían apoyarse mutuamente, los Smith
tomaron la determinación de abandonar su hogar en Vermont para ir en
busca de mejores tierras8.
Al igual que muchos de sus vecinos, Joseph, padre, decidió ir al estado
de Nueva York, donde esperaba conseguir una buena granja que pudieran
comprar a crédito. Luego, mandaría traer a Lucy y los niños, y la
familia podría volver a comenzar.
Cuando Joseph, padre, partió para Nueva York, Alvin y
Hyrum caminaron junto a él un trecho del camino antes de decirle adiós.
Joseph, padre, amaba entrañablemente a su esposa y a sus hijos, pero él
no había podido brindarles mucha estabilidad en la vida. La mala fortuna
y algunas inversiones fallidas habían mantenido a la familia en la
pobreza y el desarraigo. Tal vez, en el estado de Nueva York todo sería
diferente9.
Al invierno siguiente, José Smith caminó cojeando a
través de la nieve junto a su madre, sus hermanos y hermanas. Se
dirigían rumbo al oeste hacia una aldea del estado de Nueva York,
llamada Palmyra, en cuyas cercanías Joseph, padre, había hallado buenas
tierras y esperaba a su familia.
Debido a que su esposo no podía ayudarla con la
mudanza, Lucy había contratado a un hombre llamado Sr. Howard para que
condujera su carromato. En el trayecto, el Sr. Howard trató con rudeza
las pertenencias de la familia y malgastó en alcohol y apuestas el
dinero que le pagaron. Más adelante, al unírseles otra familia que
viajaba hacia el oeste, el Sr. Howard echó a José del carromato para que
las hijas de la otra familia se sentaran con él mientras dirigía la
yunta.
Sabiendo cuánto le dolía caminar a José, Alvin y Hyrum
hicieron frente al Sr. Howard en varias ocasiones, pero una y otra vez,
él los derribó con la empuñadura de su látigo10.
Si hubiese sido mayor, probablemente José habría
intentado enfrentarse, él mismo, al Sr. Howard. Su pierna herida le
había impedido trabajar y jugar, pero su férrea voluntad compensaba su
cuerpo debilitado. Antes que los médicos le abrieran la pierna y le
extirparan trozos infectados de hueso, ellos quisieron atarlo y darle
brandy para mitigar el dolor, pero José solo pidió que su padre lo
sostuviera.
Él se mantuvo despierto y alerta durante la operación,
con el rostro pálido y cubierto de sudor. Su madre, normalmente una
persona muy fuerte, estuvo a punto de colapsar al escuchar sus gritos.
Tras esa experiencia, ella pensó que probablemente ahora podría soportar
cualquier cosa11.
Mientras caminaba cojeando junto al carromato, José veía
que su madre ciertamente estaba esforzándose por aguantar al Sr. Howard.
Ya habían viajado más de 300 kilómetros y hasta ese momento, ella había
sido más que paciente con el mal comportamiento del conductor.
Una mañana, faltando unos 160 kilómetros para llegar a
Palmyra, Lucy se preparaba para otra jornada de viaje cuando Alvin llegó
corriendo hasta ella. El Sr. Howard había arrojado sus bienes y maletas
a la calle y estaba a punto de marcharse con los caballos y el
carromato de la familia Smith.
Lucy encontró al hombre en un bar. “¡Como hay un Dios
en el cielo”, exclamó, “el carromato y esos caballos, así como los
bienes que los acompañan, son míos!”.
Miró a su alrededor; el bar estaba lleno de hombres y
mujeres, la mayoría de los cuales eran viajeros como ella. “Este
hombre”, prosiguió Lucy con la mirada fija en ellos, “está decidido a
despojarme de todos los medios que poseo para proseguir mi viaje, y
quiere dejarme totalmente desamparada con ocho niños pequeños”.
El Sr. Howard dijo que ya había gastado el dinero que
ella le había pagado para conducir el carromato, y que él no podía
seguir adelante.
“Usted ya no me sirve para nada”, le increpó Lucy. “Me encargaré de la yunta yo misma”.
Dejó al Sr. Howard en el bar y juró que reuniría a sus hijos con su padre, pasara lo que pasara12.
El resto del trayecto fue a través del fango y con frío,
pero Lucy condujo a su familia a salvo hasta Palmyra. Cuando vio a los
niños abrazar a su padre y besarle el rostro, se sintió recompensada por
todo lo que habían sufrido para llegar hasta allí.
La familia alquiló rápidamente una pequeña casa en el pueblo y deliberaron sobre cómo podrían comprar su propia granja13.
Decidieron que la mejor opción era trabajar hasta que ahorrasen
suficiente dinero para pagar el anticipo por unas tierras en un bosque
cercano. Joseph, padre, y los hijos mayores cavaron pozos, cortaron
madera para hacer cercos y cosecharon heno a cambio de dinero, mientras
que Lucy y las hijas prepararon y vendieron pasteles, refrescos y telas
decorativas para alimentar a la familia14.
A medida que José fue creciendo, su pierna se fue
fortaleciendo y llegó a poder andar con facilidad por Palmyra. En el
pueblo, tuvo contacto con personas de toda la región, muchas de las
cuales se volcaban en la religión para satisfacer sus anhelos
espirituales y darle explicación a las adversidades de la vida. José y
su familia no pertenecían a ninguna iglesia, pero muchos de sus vecinos
asistían o bien a alguna de las espigadas capillas presbiterianas, o
bien al centro de reuniones de los bautistas, o al salón cuáquero o al
campamento donde los predicadores viajeros metodistas hacían reuniones
de vez en cuando para reavivar el sentimiento religioso15.
Cuando José tenía 12 años, los debates religiosos cundían
por toda Palmyra. A pesar de que leía poco, le gustaba analizar
profundamente las ideas. Escuchaba a los predicadores con la esperanza
de aprender más acerca de su alma inmortal, pero sus sermones a menudo
lo perturbaban. Le decían que él era un pecador en un mundo pecaminoso,
desamparado sin la gracia salvadora de Jesucristo. Y aunque José creyó
ese mensaje y se sentía mal por sus pecados, no sabía cómo hallar el
perdón16.
José pensaba que asistir a la iglesia le serviría de
ayuda, mas no lograba decidirse por un lugar de adoración. Las diversas
iglesias discutían incesantemente acerca de la forma en que la gente
podía ser libre del pecado. Después de escuchar aquellos debates por un
tiempo, José se sintió angustiado al ver que la gente leía la misma
Biblia pero llegaba a diferentes conclusiones en cuanto a su
significado. Él creía que la verdad de Dios estaba en algún lugar, pero
no sabía cómo hallarla17.
Sus padres tampoco lo sabían con seguridad. Tanto Lucy
como Joseph, padre, provenían de familias cristianas, y ambos creían en
la Biblia y en Jesucristo; Lucy asistía a la iglesia, y a menudo llevaba
a sus hijos a las reuniones. Ella había estado buscando la verdadera
Iglesia de Jesucristo desde la muerte de su hermana hacía muchos años.
En una ocasión, antes de que José naciera, ella enfermó
gravemente, y sintió temor de que muriera antes de encontrar la verdad.
Ella sintió que había un abismo oscuro y desolado entre ella y el
Salvador, y supo que no estaba preparada para la vida venidera.
Despierta en su lecho toda la noche, oró a Dios y le
prometió que si Él le permitía vivir, ella encontraría la iglesia de
Jesucristo. Mientras oraba, la voz del Señor le habló a ella,
asegurándole que si buscaba, encontraría. Desde ese entonces, había
visitado más iglesias, pero aún no había encontrado la correcta. Aun
cuando parecía que la Iglesia del Salvador ya no estaba más en la
Tierra, ella siguió buscando, pensando que ir a la iglesia era mejor que
no hacerlo18.
Al igual que su esposa, Joseph, padre, tenía hambre de la
verdad, pero pensaba que era preferible no asistir a ninguna iglesia
antes que asistir a la denominación incorrecta. Joseph, padre, seguía el
consejo de su padre y escudriñaba las Escrituras, oraba fervientemente y
creía que Jesucristo había venido para salvar al mundo19.
Sin embargo, no podía conciliar lo que pensaba que era verdadero con la
confusión y discordia que veía en las iglesias a su alrededor. Una
noche soñó que los predicadores que contendían eran como vacas que
mugían mientras removían la tierra con sus cuernos; esto hizo crecer su
inquietud en cuanto a lo poco que ellos sabían acerca del reino de Dios20.
El descontento de sus padres con las iglesias de la localidad solo aumentó aún más la confusión de José21. Estaba en juego su alma, pero nadie le daba respuestas satisfactorias.
Después de ahorrar por más de un año, la familia Smith
tuvo suficiente para hacer un pago por la compra de 40 hectáreas de
bosque en Manchester, justo al sur de Palmyra. Allí, en los momentos en
que no trabajaban como jornaleros, pinchaban los arces para recolectar
su sabia azucarada, plantaron un huerto y prepararon el terreno para
plantar cultivos22.
Mientras labraba la tierra, José seguía preocupado por
sus pecados y el bienestar de su alma. El resurgimiento religioso en
Palmyra se había aplacado, pero los predicadores continuaban compitiendo
por ganar conversos allí y en toda la región23.
Día y noche, José contemplaba el sol, la luna y las estrellas que
surcan el firmamento en perfecto orden y majestuosidad, y admiraba la
belleza de la tierra rebosante de vida. También observaba a la gente que
lo rodeaba y se maravillaba de su fuerza e inteligencia. Todo parecía
testificar que Dios existía y que había creado al género humano a Su
propia imagen. Pero, ¿cómo podía José comunicarse con él?24.
En el verano de 1819, cuando José tenía 13 años, varios
predicadores metodistas se congregaron para una conferencia a pocos
kilómetros de la granja de los Smith y recorrieron toda la comarca para
instar a familias, como la de José, a que se convirtieran. El éxito de
esos predicadores preocupó a otros ministros religiosos de la zona y, en
poco tiempo, la lucha por ganar conversos se volvió intensa.
José asistió a reuniones, escuchó sermones conmovedores y
presenció los gritos de gozo de los conversos. Deseaba exclamar junto
con ellos, pero se sentía a menudo en medio de una guerra de palabras y
opiniones. “¿Cuál de todos estos grupos tiene razón; o están todos en
error?”, se preguntaba. “Si uno de ellos es verdadero, ¿cuál es, y cómo
podré saberlo?”. Él sabía que necesitaba la gracia y la misericordia de
Cristo, pero no sabía dónde hallarlas por causa de las muchas personas e
iglesias que contendían en cuanto a religión25.
La esperanza de hallar respuestas y paz para su alma
parecía alejarse de él. Se preguntaba cómo alguien podría encontrar la
verdad en medio de tanto alboroto26.
Un día, mientras oía un sermón, José escuchó que el
ministro citó un pasaje del primer capítulo de Santiago, en el Nuevo
Testamento. “Y si alguno de vosotros tiene falta de sabiduría —dijo él—,
pídala a Dios, quien da a todos abundantemente y sin reproche…”27.
José regresó a su casa y leyó el versículo en la
Biblia. “Ningún pasaje de las Escrituras jamás penetró el corazón de un
hombre con más fuerza que este en esta ocasión, el mío”, recordaría él
posteriormente. “Pareció introducirse con inmenso poder en cada fibra de
mi corazón. Lo medité repetidas veces, sabiendo que si alguien
necesitaba sabiduría de Dios, esa persona era yo”. Hasta entonces, él
había escudriñado la Biblia como si esta tuviera todas las respuestas,
pero ahora la Biblia le decía que podía acudir directamente a Dios para
recibir respuestas personales a sus preguntas.
Tras mucha contemplación, por Al Rounds. |
José se decidió a orar. Nunca había orado en voz alta,
pero confiaba en la promesa de la Biblia. “Pida con fe, no dudando
nada”, enseñaba28. Dios escucharía sus preguntas, aun si las expresaba con palabras torpes.
Publicado originalmente en la siguiente página: Liahona, febrero 2018
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